Fue un día común y
corriente, nada sensacional había sucedido hasta el momento. Me encontraba
junto a mi hermano recostada en la cama viendo televisión, mi madre se
encontraba en la cocina y mi hermana aún no llegaba de la universidad ni
tampoco mi padre del trabajo. Los minutos transcurrían banalmente hasta que de
pronto se sintió un ligero movimiento que fue intensificándose, yo asumí que
era igual que todos los demás temblores y que no había de qué alarmarse y eso
es lo que les repetía a los demás en mi casa. Ellos me gritaron, me hicieron
abandonar la casa. Les hice caso porque me di cuenta de que no era otro temblor
más.
Al salir me percaté de que las luces de las calles se habían apagado,
al igual que las de todas las casas alrededor, no se podía ver casi nada. Lo
que si se pude observar momentáneamente fueron las chispas que salieron de los
postes de luces de alta tensión, perecían rayos. Los vecinos se encontraban
todos en sus puertas, todos preocupados y asustados tratando de imaginar donde
había sido el terremoto y lo devastador de sus consecuencias, y al mismo tiempo
angustiados por cómo entrarían los que aún no habían llegado a casa, ya que era
muy peligroso y los ladrones podrían aprovechar la oscuridad para atacar a las
personas.
Todos en esos instantes
buscaron linternas y velas, se sentaron en las puertas de sus casas a conversar
de la situación y de cualquier otro tema para así esperar que regresase la luz o
que simplemente pasara el temor de una réplica, otros fueron a recoger a sus
familiares al paradero. Muchos pensaron que ese podía ser el fin y recordaron a
Dios, y colmados de miedo se pusieron a rezar.
Esta es una de las
situaciones que se vivieron en la ciudad de Lima el 15 de agosto del 2007, fecha
en la que el departamento de Ica fue destruido por un sismo de 8.0 grados en la escala de Richter.
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