Texto redactado en noviembre del 2011
Omar Chehade, el vicepresidente
de la Republica y miembro de la comisión multipartidaria encargada de
investigar los presuntos hechos de corrupción del gobierno del ex presidente Alan García Pérez, ha sido denunciado
por el IDL por el presunto tráfico de
influencia, tras una sospechosa reunión en el restaurante Las Brujas de Cachiche
con integrantes de Policía Nacional del Perú (PNP), su hermano Miguel y un
primo. Al parecer se coordinó acerca de desalojo en la azucarera Andahuasi para
que el grupo Wong tome el control, hipótesis que fue reafirmada por el general
en retiro Arteta, quién además indicó que Chehade nunca
se negó en llevar a cabo un desalojo, y que lo que planteó es que se necesitaba
un tiempo prudencial para realizar la operación.
Es evidente que en este caso tan
delicado es necesaria una investigación imparcial y drástica, puesto que desde la
campaña política el presidente Ollanta Humala y los miembros de su partido
político (Gana Perú), del que también forma parte Chehade, hablaron acerca de
mano dura contra la corrupción y esto sin importar quienes sean los
perjudicados; es decir, que se iba a empezar a hacer algo de justicia. Además,
el mismo Chehade estuvo a favor de levantar la inmunidad parlamentaria, pues
esta propiciaba la impunidad por parte de los corruptos. Es así que como una
muestra de coherencia con sus ideas, Chehade debería renunciar a los cargos de
vicepresidencia y dejar de ser miembro de la megacomisión para aclarar el tema.
Esto no demostraría su culpabilidad, sino por el contrario su disposición para
un mejor funcionamiento de las instituciones públicas, pues es el país el que se
merece una explicación y una muestra de respeto. El supuesto tráfico de
influencias del vicepresidente genera una mala imagen de los miembros de las
organizaciones del Estado, una crisis de autoridad como lo señaló la congresista Perez Tello de Alianza por el Gran Cambio.
Este caso demuestra que aún no
se puede confiar en las autoridades del país y que la tan voceada política
anticorrupción forma una vez más parte del discurso y no de la práctica.
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